Nos ha llegado una bonita
historia protagonizada por el novelista Franz Kafka en 1924. Fue Dora Dymant,
la que fue compañera del escritor durante sus últimos años, quien nos dejó
constancia de los hechos. El suceso, que tuvo lugar durante un paseo por un
parque cercano a la casa de Kafka, dice
mucho sobre su personalidad. Durante el paseo, el escritor encontró a una niña
llorando porque había perdido su muñeca. La compañera de Kafka contó estos
hechos y la posterior reacción del autor de la siguiente manera:
“Mientras paseaba por un parque cercano a su casa,
encontró a una niña llorando porque había perdido su muñeca. Aquel día, entró
en el mismo estado de tensión nerviosa que lo poseía cada vez que se sentaba
frente a su escritorio, así fuera para escribir una carta o una postal. Decidió
escribir una carta en la que la muñeca contara el porqué de su marcha. Había
decidido irse a correr mundo. Como la niña encontró consuelo en su lectura,
Kafka siguió escribiendo misivas de la muñeca que hablaban de sus viajes, así
durante tres semanas. En la última carta, explicaba por qué no podía volver: se
iba a casar, lo que suponemos sería una explicación razonable de su abandono
para la niña”.
No se ha sabido nunca
quién era esa niña ni si la amistad perduró hasta el final de la vida de Kafka,
ocurrido un año después. Por esta razón tampoco se ha podido tener acceso a las
cartas. Un estudioso del escritor, Klaus Wagenbach, buscó a la niña durante
años, sin éxito. Sin embargo, las cartas, aunque desaparecieron, han generado
otras ramificaciones literarias. El escritor Jordi Sierra i Fabra conoció la
anécdota a través de César Aira y decidió recrear la situación en una novela
llamada Kafka y la muñeca viajera,
que reconstruye el encuentro entre Kafka y la niña a través de la ficción.
También Paul Auster, en su novela Brooklyn
follies, menciona la anécdota para ensalzar la empatía del escritor, capaz
de crear una obra de arte para una sola lectora simplemente llevado por la
solidaridad con un ser humano que sufre.